Foto: mafalda_art |
En casa yo era la repostera oficial, eran esos tiempos
donde no engordábamos y nos alimentábamos especialmente de manjares dulces, los
sábados en la mañana preparaba los mil y un postres, pero había uno muy
especial: Los almidoncitos o Ahoga-gatos como los solía llamar mi abuela.
Sólo a mí me salían bien, es una receta muy fácil, pero
que requiere conocerle “el punto”; todas
las semanas mis hermanitos (les llevo 10 años) lo pedían a gritos, me encantaba
ver como se comían los almidoncitos con ese deleite que solo se consigue cuando
el bocado además de degustar al paladar irrumpe en tu corazón evocando los
momentos felices de toda tu vida. Recuerdo a mis hermanos, hablarles a todos de
lo delicioso que eran y sobretodo recuerdo la rapidez con la que devorábamos kilos
de galleticas frente a la tele.
Años después las dietas, obligaciones y en fin el hacernos adultos, hicieron a un lado
mi pasión repostera, y los almidoncitos quedaron suspendidos a un lado y lo más
cerca que estuve de rehacerlos fue una promesa a mi querida prima Linda de
prepararlos algún día.
Hoy después de muchos años, descubro que estas galleticas
siguen teniendo un poder enorme en mi familia y sobretodo en nuestros corazones.
Ayer mi hermana evocó mil y un sentimientos en mí, al preparar aquel manjar, para
su hijo (es la primera vez que ella los prepara).
Suena tonto pero sentí que a través de esa receta, mi
hermana me acercaba más a mi querido sobrinillo, los miles de kilómetros que
nos separan se anularían momentáneamente cuando el chiquitín probara los
almidoncitos, pues no sólo comería un postre, saborearía las alegrías y emociones en torno a ella, le dirían
que es la receta especial de la tía Yashvé y mágicamente nos fundiríamos en un
abrazo gastronómico.